La violencia asociada al microtráfico no es un fenómeno exclusivo de los grandes centros urbanos. Esta semana, la comunidad fronteriza de Loma de Cabrera, con apenas seis mil habitantes, fue sacudida por un hecho que debería estremecer al país entero: cinco personas muertas y dos heridas en un enfrentamiento vinculado al narcotráfico.
El dato, por sí solo, es estremecedor. Uno de cada mil habitantes de esa pequeña localidad murió en un solo incidente. Lo que en otro país sería una alarma nacional, aquí apenas ocupa un espacio marginal en la conversación pública. Nos estamos acostumbrando al horror.
Y mientras normalizamos la barbarie, también trivializamos la violencia en otros niveles. Esta semana, el país fue testigo de una escena insólita: un abogado, Hugo Francisco Álvarez Hapud, fingió su propio secuestro mediante una llamada por WhatsApp para que su madre le depositara RD$17,000. Alegaba que lo iban a matar si no se entregaba el dinero. La madre, Rosario Hapud Báez de Álvarez, aterrada, denunció el hecho a las autoridades y llegó a depositar parte del monto exigido.
Horas después, el supuesto secuestrado apareció en el Departamento de Falsificación e Investigaciones Especiales y confesó que no había sido raptado, sino que había gastado RD$24,500 en una parranda con una mujer, y necesitaba el dinero para pagar las bebidas. Mientras el país se desangra en los barrios por el narcotráfico, hay quienes banalizan el miedo, juegan con la angustia ajena y manipulan a sus propias madres para pagar excesos personales.
La situación no es aislada. En Dajabón, un operativo conjunto de unidades élite como el SWAT, Dintel y Dicrim enfrentó una resistencia armada por parte de cuatro personas atrincheradas durante más de cinco horas. El hecho pone en evidencia el nivel de organización y poder de fuego que ostentan ciertos grupos delictivos, incluso en zonas remotas del país.
En Sabana de la Mar, mientras tanto, una decena de hombres armados rescató por la fuerza a un detenido de la DNCD. Otro hecho que, en cualquier otro contexto, sería tratado como una amenaza directa a la autoridad del Estado. Aquí, simplemente pasa.
El Ministerio Público ha reaccionado: en las últimas semanas se han incautado 23 toneladas de drogas, un número récord. Pero estos decomisos, en lugar de transmitir tranquilidad, plantean otra pregunta: ¿de qué tamaño es el mercado de drogas en la República Dominicana si, tras tantos golpes, la estructura sigue funcionando?
A todo esto se suma la banalización de la violencia en el discurso público. El alcalde de Dajabón protagonizó una escena grotesca al arrastrar a varios niños haitianos frente a las cámaras de su propio equipo de prensa, en una especie de montaje indignante que luego compartió en sus redes sociales como si se tratara de un logro de gestión.
En un país donde el narcotráfico crece en las sombras, donde un falso secuestro puede distraer a las autoridades mientras otras vidas están realmente en riesgo, y donde el miedo es manipulado como recurso emocional, la pregunta es una sola: ¿qué más tiene que pasar para que reaccionemos?
La República Dominicana está perdiendo su capacidad de asombro ante la violencia. Y eso es, quizá, el síntoma más alarmante. Mientras tanto, comunidades pequeñas pagan el precio más alto en vidas humanas. Y el silencio, como siempre, es el gran cómplice.



