La noche del Super Bowl en el Caesars Superdome de Nueva Orleans, que enfrentó a los Eagles de Filadelfia y los Kansas City Chiefs, fue escenario no solo de fútbol, sino de una de las presentaciones musicales más polémicas y simbólicas de la historia del evento. Kendrick Lamar, el icónico rapero de Compton, encabezó el espectáculo de medio tiempo con una potente actuación cargada de simbolismo y crítica social.
El espectáculo comenzó con la sorpresiva aparición de Samuel L. Jackson, quien, caracterizado como una versión satirizada del Tío Sam, lanzó frases racializadas antes de dar paso a la actuación de Lamar. Esta introducción marcó el tono del show: una denuncia abierta a los estereotipos y la discriminación que la comunidad afroamericana ha enfrentado durante décadas en Estados Unidos.
Lamar, acompañado de bailarines vestidos de azul y rojo, recreó escenas que evocaban la rivalidad entre los Crips y los Bloods, dos de las pandillas más reconocidas de Los Ángeles. Este acto fue interpretado como un llamado a la unidad y la reconciliación entre grupos históricamente enfrentados.
La actuación también incluyó colaboraciones con SZA y DJ Mustard, así como referencias sutiles a la disputa pública entre Lamar y Drake. Lamar portó una cadena con una letra “a” minúscula que algunos interpretaron como una provocación hacia el rapero canadiense, en alusión a sus acusaciones pasadas.
El show concluyó con la legendaria Serena Williams realizando el famoso Crip walk, un baile emblemático de la cultura afroamericana en Los Ángeles, cerrando así un espectáculo que dejó a todos los espectadores con un fuerte mensaje social y cultural.
La actuación de Lamar fue recibida con opiniones divididas: mientras algunos elogiaron su valentía para abordar temas complejos en un escenario global, otros la criticaron por ser demasiado política. Sin embargo, lo que es indudable es que el show pasará a la historia como uno de los más memorables y simbólicos en la historia del Super Bowl.



