En el corazón del Malecón de Santo Domingo, la majestuosidad del Mar Caribe contrasta de manera trágica con la miseria y desesperanza de un grupo de niños que han encontrado refugio en una cueva entre las rocas y la basura.
Para llegar hasta ellos, es necesario descender por largas escalinatas que parecen llevar a un abismo. Al final del descenso, nos encontramos con cerca de diez menores, cuyas edades oscilan entre los 10 y 16 años. Estos niños, víctimas de diversas circunstancias, han sido obligados a vivir en este lugar inhóspito.
Entre los testimonios, se repiten historias de abandono, maltrato y decisiones desesperadas. “Mi mamá se murió. Mi padrastro me golpeaba, por eso estoy aquí en la calle”, cuenta uno de los menores. Otro relata: “Mis padres siempre querían deshacerse de mí. No sé, ellos siempre quieren echarme”.
Es desgarrador ver cómo estos niños duermen en el suelo, entre rocas, protegidos únicamente por algunos cartones, una almohada vieja que comparten y retazos de sábanas. “Cuando no se acuerdan, uno recoge toda la basura y se acuerda ahí. Cada uno por su lado”, explica uno de ellos.
La cueva en la que viven es un entorno hostil y peligroso. Si hay oleaje o llueve, la cueva se vuelve aún más inhabitable. Muchos de los niños confesaron que al principio sentían miedo. Con ellos duermen perros callejeros, y a veces, ratones. Además, la falta de higiene es alarmante: realizan sus necesidades fisiológicas en el mismo lugar donde habitan.
“Excúseme, mi doña, porque me está doliendo la barriga”, dice un niño mientras se acomoda en el suelo lleno de lodo. A pesar de las adversidades, intentan cocinar rudimentariamente con lo poco que encuentran o logran conseguir. “Ahí es que hacemos el arroz todos los días, ¿verdad?, con una lata de aceite”, explica otro niño.
Más allá de las condiciones indignas en las que viven, estos menores están expuestos a abusos y riesgos constantes en las calles. Algunos admiten el uso de drogas como el crack, mientras otros, aunque no las consumen, ven a sus compañeros hacerlo.
Los niños denuncian ser víctimas de violencia policial. “Nos meten drogas y a cada rato vienen aquí. Nos dan palos cada vez que nos ven cocinando”, denuncia uno de ellos. También afirman que son maltratados por colectivos. “Hay uno que se llama Sosa. Él es un abusador. Nos agarra y nos golpea”, relata otro.
El cuerpo de estos niños está marcado por cicatrices y sus miradas desorientadas reflejan la pérdida de alegría. Aunque no admiten abusos sexuales, al mencionar el tema, se tornan agresivos, señalando una tensión latente.
Cuando la reportera preguntó a varios de los niños sobre sus sentimientos viviendo en estas condiciones, las respuestas fueron devastadoras. “Me siento mejor que en mi casa aquí. Porque aquí uno sobrevive más y nadie le pone la mano”, confesó uno de ellos. Este reportaje es un llamado urgente a la sociedad y las autoridades para que tomen acciones inmediatas. Estos niños, a pesar de todo, siguen siendo niños, merecedores de amor, protección y oportunidades para un futuro mejor.



