La fuga de Joaquín “El Chapo” Guzmán del penal de máxima seguridad del Altiplano ha generado una crisis de credibilidad para el sistema penitenciario y el gobierno de México. A través de un túnel construido con precisión milimétrica —equipado con luz, ventilación, sistema de rieles y conectado a una casa en obra gris detrás del penal— el narcotraficante logró escapar sin ser detectado, en una operación que habría tardado más de un año en ejecutarse.

A pesar de los múltiples puntos ciegos en el sistema de videovigilancia, el escape fue evidente por el movimiento de Guzmán en su celda momentos antes de desaparecer por el piso de la regadera. Su salida desencadenó un operativo militar nacional y el cuestionamiento inmediato de la integridad de las autoridades.

Más de 30 empleados del penal, incluyendo su director, fueron interrogados. La gravedad del caso aumentó por la reacción del presidente Enrique Peña Nieto, quien decidió no cancelar su visita oficial a Francia, lo que generó críticas dentro y fuera del país. La opinión pública se volcó contra la falta de contundencia del Ejecutivo, recordando que en 2014 el propio Peña Nieto calificó de “imperdonable” una segunda fuga del capo.

A la par, en redes sociales circularon supuestas imágenes del Chapo tras la fuga, mientras en Sinaloa algunos celebraban su escape, contrastando con el repudio general al gobierno mexicano. Estados Unidos ofreció su cooperación inmediata en la recaptura del fugitivo, reforzando los controles en fronteras y aeropuertos en toda la región.

La fuga marca un antes y un después en la lucha contra el narcotráfico en México, evidenciando la fragilidad del sistema penal, la complicidad institucional y el desencanto ciudadano ante la impunidad.