Hay hombres y mujeres que insisten en poner a las mujeres de la política a pelear. Eso se debe a que las mujeres crecimos viéndonos como competidoras, no como aliadas. La sociedad y la crianza nos puso a competir, a veces por la ropa, por los juguetes, por los enamoraditos, por las amigas, incluso por cuestiones tan banales como un asiento o un lugar en la fila del supermercado, mientras los hombres crecen en una cultura de solidaridad y competencia amigable.
Esa actitud se trasladó a todos los ámbitos de la sociedad. Al contrario de los hombres, no existió -ni todavía existe- entre las mujeres un espíritu de confraternidad, de sentir que el éxito de una de nosotras es una buena noticia para todas como género, como grupo social que hemos sido excluidas de muchas oportunidades, por el simple hecho de ser mujeres.
De esa preocupación surge la llamada sororidad que, aunque proviene del anglicismo “sorority”, refiriéndose a la hermandad entre mujeres, ya había aparecido en La Tía Tula de Unamuno en 1925, refiriéndose al amor de una hermana. Cuando se traslada el término a una perspectiva femenina, muchas académicas hablan de la necesaria “solidaridad entre las mujeres que luchan por sus derechos”.