Juan, nombre ficticio para proteger su identidad, solo tiene 18 años, pero ya vive como un fugitivo. Sabe que alguien lo busca y que la policía le sigue los pasos. Acepta contar su historia en un lugar que él mismo escoge: uno donde se sienta seguro. La lluvia lo moja mientras habla, pero su voz no tiembla. Su frialdad impacta. Dice que su padre murió, su madre está enferma y tiene tres hermanos. En ocasiones trabaja en un taller de mecánica, pero admite sin rodeos que sobrevive entre lo bueno y lo malo. Tiene dos hijos y asegura que si se limitara a lo correcto, no podría mantenerlos.
Consciente de los riesgos, Juan planea sus atracos con estrategia. No actúa por impulso. Identifica blancos que considera “tumbas” rentables. Analiza movimientos, patrones, rutinas. A veces gana entre 40 y 70 mil pesos por semana. Es un ingreso superior al de muchos profesionales formales en el país. Sin embargo, reconoce que hay semanas malas. Vive intranquilo, siempre vigilante, con miedo de que lo sorprendan, lo atrapen o lo maten.
Su testimonio refleja la crudeza de una realidad que muchos prefieren ignorar. La criminalidad no siempre nace del ocio o la maldad pura, sino de estructuras sociales rotas, de entornos sin oportunidades y de decisiones empujadas por la desesperación. Juan no pide compasión, pero sí deja claro que la “vida fácil” tiene un precio alto: vivir siempre al filo del abismo.