El miércoles 17 de junio fue un día marcado por el desespero, el calor y la incertidumbre para miles de ciudadanos haitianos que buscaban regularizar su estatus migratorio en el Ministerio de Interior y Policía. Desde horas de la madrugada, decenas de familias se congregaron en la intersección de la 27 de Febrero con Leopoldo Navarro, en una escena que combinaba angustia, cansancio y clamor por dignidad. Ancianos, mujeres embarazadas, niños recién nacidos y obreros cañeros se sentaban en las aceras, portando carpetas sucias y documentos incompletos. Para muchos, esa jornada era su única oportunidad de evitar la deportación.

La presión del tiempo y la sobrepoblación convirtió el lugar en un caos humanitario. Las filas se extendían desde los alrededores del Huacal hasta el patio del mismo edificio. Policías antimotines con macanas, vallas metálicas y camionetas intentaban contener el flujo de personas. Muchos exigían respeto, otros clamaban por atención médica, mientras que algunos, resignados, lloraban en silencio. Desde lo alto, la vista era aún más impactante: cientos de rostros exhaustos, carteles que pedían “no deportación” y el sonido de tambores que se apagaban con el avance de las horas. Algunos llevaban años en el país, sin nombre, sin documentos, sin esperanzas.

En medio del drama, una limusina reluciente rompía la estética de la miseria: contrastaba con la mujer de piernas inservibles bajada a la fuerza, los niños dormidos en cajas, y los vendedores golpeados por el sol. A las 2:00 de la tarde, todo lucía igual que en la mañana: filas eternas, plegarias espontáneas y la misma pregunta flotando en el aire: ¿qué pasará con los que no lograron inscribirse? Al volver a las 7:30 de la noche, el escenario no había cambiado. La oscuridad solo acentuaba el drama humano de los indocumentados que, una vez más, quedaban atrapados entre dos tierras.